- De Alejandría a Sarajevo, guerras, incendios y saqueos han borrado colecciones clave y su contexto cultural.
- Grandes centros como Nínive, Constantinopla o Pérgamo preservaron y transmitieron saber durante siglos antes de su declive.
- La pérdida afecta a todos: identidades, ciencia y literatura desaparecen, de Nalanda a los códices mayas o el Irak de 2003.
- La conservación exige recursos, digitalización y compromiso social para proteger la memoria frente al fanatismo y la desidia.

Las bibliotecas son mucho más que un edificio con estanterías: son guardianes de la memoria colectiva, refugio de ideas y laboratorios donde se ensaya el futuro. Aun así, la historia está salpicada de incendios, saqueos y olvidos que han borrado colecciones enteras y, con ellas, voces irrepetibles. Perder una biblioteca no es solo perder libros; es apagar siglos de conocimiento y matices culturales.
El impulso por destruir el saber se remonta lejos. Se cuenta que Eróstrato, un pastor de Éfeso, quemó el templo de Artemisa solo para ser recordado; su castigo fue la damnatio memoriae, el olvido deliberado. La paradoja es amarga: se intentó borrar su nombre y, sin embargo, su acto sigue retumbando. Como advirtió Heinrich Heine, «donde se queman libros, se acaban quemando personas»; de Alejandría a Sarajevo, la violencia ha arremetido una y otra vez contra esos lugares que dan cobijo a las palabras.
Por qué desaparecen las bibliotecas
Las causas se repiten con una puntualidad que asusta: guerras, incendios, saqueos, negligencia y fanatismo. En ocasiones, los desastres son fortuitos; otras veces, meticulosamente planificados para borrar identidades y tender una alfombra de silencio. A veces es la humedad o el tiempo; otras, el cálculo frío de quien ve en los libros un peligro para su control del mundo.
También influyen los materiales: los papiros y pergaminos son frágiles, las tablillas resisten mejor, pero no son invencibles. Y cuando el poder cambia de manos, el nuevo guardián puede preferir reescribir la memoria antes que conservarla. Esta es la historia de muchas grandes bibliotecas que, incluso cuando sobrevivieron a un desastre, fueron mermadas luego por otros, hasta quedar reducidas a leyenda.
En nuestra época, las colecciones no están a salvo. Arde un depósito, se corta la electricidad, un conflicto cruza una línea roja y el pasado vuelve a ser humo. Por eso, la preservación y la digitalización importan, pero también el compromiso social de defender los lugares donde se custodia nuestro saber.
Incluso ha surgido el modelo de bibliotecas enteramente digitales, como la Biblioteca de la Politécnica de Florida, donde todo el acervo se consulta sin papel físico: un recordatorio de que la fragilidad adopta formas nuevas y que la conservación también debe reinventarse.

La Biblioteca de Alejandría
Emblema absoluto de la memoria perdida, la Biblioteca de Alejandría nació poco después de la fundación de la ciudad por Alejandro Magno, con el sueño de reunir todo el ingenio humano, incluidas las obras épicas de la Antigüedad, sin barreras de lengua o época. Calímaco de Cirene elaboró el primer gran catálogo del mundo y, según fuentes antiguas, atesoró entre cientos de miles de rollos —cifras como 490.000 o incluso 700.000 se citan, aunque siempre discutidas—.
Su destrucción no fue un único golpe. El episodio más célebre es el incendio de 48 a. C., cuando el fuego de las naves de Julio César se propagó. Seneca redujo el alcance a 40.000 rollos; otros elevaron la tragedia a cifras mastodónticas. Con el tiempo, pesaron las convulsiones políticas, la peste Antonina y los cambios religiosos. La leyenda cuenta que Marco Antonio compensó a Cleopatra con volúmenes procedentes de Pérgamo. Para rematar, la conquista árabe del siglo VII habría dado el golpe final, aunque la secuencia exacta sigue envuelta en sombras.
Con Alejandría se sueña y se discute. Borges fantaseó con ella toda su vida; Umberto Eco la convirtió en telón de fondo de misterios bibliográficos; y, entre tanto, el deseo de conocer lo perdido no ha hecho sino agrandarla.

Nínive y la Biblioteca de Asurbanipal
En la capital asiria, Nínive, se alzó una de las colecciones más extraordinarias del mundo antiguo. El rey Asurbanipal impulsó la ampliación de un archivo de tablillas de arcilla hasta reunir más de 22.000 piezas cuneiformes de gramática, religión, magia, ciencia, historia y literatura. Entre ellas brillan la Epopeya de Gilgamesh y relatos populares como el del «pobre hombre de Nippur».
Cuando Nínive cayó saqueada en el 612 a. C., la biblioteca fue devastada. Paradójicamente, el fuego coció parte de las tablillas, lo que facilitó su conservación parcial. Siglos después, las excavaciones abrieron una ventana impagable a la civilización mesopotámica, devolviendo voces que se creían mudas desde hacía milenios.
La Biblioteca de Constantinopla
En el corazón del Imperio Bizantino se mantuvo durante siglos una casa del saber que actuó como puente entre la Antigüedad y la Edad Media. Fundada por Constancio II, organizó un scriptorium para copiar obras griegas en pergamino conforme el papiro cedía al paso del tiempo. Gracias a esa labor de copistas, buena parte de la literatura clásica llegó hasta nosotros.
Aun así, la biblioteca sufrió incendios y expolios. La Cuarta Cruzada (1204) arrasó tesoros, y la caída de la ciudad en 1453 dispersó lo que quedaba. Se ha estimado que su acervo pudo superar los 100.000 volúmenes en su apogeo, cifra colosal para su época.
Pérgamo, la rival helenística
En Asia Menor, Pérgamo se propuso competir de tú a tú con Alejandría. Bajo Átalo I y Eumenes II, reunió una colección celebrada por su excelencia filológica y filosófica, alcanzando alrededor de 200.000 volúmenes, con el pergamino (pergamenum) como soporte estrella. Su prestigio creó escuela, especialmente en estudios gramaticales y estoicos.
La tradición sostiene que Marco Antonio regaló a Cleopatra parte de Pérgamo tras los daños de Alejandría, una anécdota tan sugerente como discutida. Lo cierto es que, por razones políticas y guerras, el faro de Pérgamo se fue apagando con el paso de los siglos.
Ulpia, en el Foro de Trajano
La Roma de Trajano construyó una de las bibliotecas más admiradas de su tiempo, la Ulpia, con dos salas gemelas: una para textos latinos y otra para griegos. Allí se consultaban leyes, registros y obras literarias. Su archivo público superó los 20.000 rollos y permaneció operativo incluso en tiempos convulsos, hasta la caída del Imperio romano.
Nalanda, la gran universidad budista
En la India, el monasterio-universidad de Nalanda fue el gran faro académico de Asia durante siglos. Su biblioteca guardaba cientos de miles de textos sobre filosofía, medicina, astronomía, artes y lenguas. En 1193, incursiones de invasores turcos la arrasaron; se cuenta que los depósitos de manuscritos ardieron durante meses, un símbolo del golpe irreparable al mundo budista.
Los códices mayas
La colonización europea en Mesoamérica supuso la destrucción sistemática de códices mayas. Solo cuatro se han conservado, lo que ha dejado enormes huecos sobre su ciencia, su religión y su historia. Cada códice perdido borró, de un plumazo, siglos de observación astronómica y un modo de contar el mundo.
La Casa de la Sabiduría y Bagdad
En 1258, el saqueo mongol de Bagdad golpeó la célebre Casa de la Sabiduría, donde se habían traducido y comentado los grandes textos griegos, persas e indios. La imagen de ríos oscurecidos por la tinta se ha vuelto un tópico, pero resume bien la sensación de un océano de conocimiento que se desangra en horas.
Ya en el siglo XXI, el país volvió a llorar sus libros. En 2003, durante la invasión de Irak, la Biblioteca y Archivo Nacional fue incendiada y saqueada: alrededor de un millón de obras desaparecieron. Mapas, manuscritos, archivos enteros; hoy se lucha por reconstruir y digitalizar lo que pudo salvarse.
La noche de Sarajevo
La noche del 25 al 26 de agosto de 1992, la artillería serbobosnia incendió la biblioteca de Sarajevo. Millones de páginas fueron devoradas mientras cronistas como Arturo Pérez-Reverte describían la impotencia ante la destrucción de la memoria. Muchos habitantes formaron cadenas humanas para rescatar lo que se pudiera, pero el golpe fue feroz y buscaba borrar un símbolo de convivencia.
Como recordó el fotoperiodista Gervasio Sánchez, en las guerras civiles los fanáticos van a por los «puentes de convivencia». Y pocas cosas conectan más a una ciudad con su pasado común que su gran archivo de palabras.

Biblioteca Nacional de Perú
La historia de la Biblioteca Nacional del Perú es una cadena de heridas. En 1823-1824, en plena guerra de Independencia, fue ocupada por fuerzas españolas que quemaron y ocultaron fondos para impedir que cayeran en manos patriotas. En 1881, durante la Guerra del Pacífico, tropas chilenas la saquearon e incendiaron. Y en 1943, un incendio devastador volvió a arrasar la institución. Aun así, renació una y otra vez.
Madraza de Granada
Fundada en 1349 por Yusuf I, la Madraza fue la única universidad pública de Al-Ándalus de la que ha sobrevivido parte del edificio. Hacia 1499, en la recta final de la Reconquista, tropas del cardenal Cisneros asaltaron su biblioteca; los libros fueron llevados a la plaza de Bib-Rambla y quemados públicamente. Un gesto inequívoco de ruptura cultural.
Hanlin Yuan, el tesoro de China
Durante la Rebelión de los Bóxers (1900), la biblioteca del Hanlin Yuan en Pekín sufrió un gran incendio. Se perdieron miles de volúmenes con siglos de historia. Algunos libros reaparecieron con el tiempo en colecciones extranjeras, pero la herida en el patrimonio literario chino sigue abierta.
Institut für Sexualwissenschaft de Berlín
En 1933, los nazis arrasaron el instituto fundado por Magnus Hirschfeld, pionero de los estudios de sexualidad y género. Su biblioteca y archivos se quemaron, y, además, se utilizaron registros para perseguir a miles de personas. La escena de los paramilitares lanzando libros a la hoguera es una de las iconografías más oscuras del siglo XX.
Biblioteca de la Duquesa Ana Amalia
En 2004, un incendio accidental destruyó parte de la biblioteca de Weimar, joya del clasicismo alemán. Aunque mucho más moderna que otras de esta lista, su tragedia recordó que incluso en sistemas avanzados, la fragilidad persiste y hace falta inversión constante en conservación y prevención.
La biblioteca del Congreso de Estados Unidos
En el contexto de la guerra entre Inglaterra y la joven nación estadounidense, el incendio de 1814 alcanzó Washington y la biblioteca del Congreso resultó destruida en gran parte. Años después, la compra de la biblioteca de Thomas Jefferson permitió reconstruir el corazón de la institución.
Herculano y los papiros carbonizados
La erupción del Vesubio en el 79 d. C. sepultó Pompeya y Herculano, pero en una casa de esta última aparecieron papiros carbonizados que la ciencia moderna está empezando a leer con técnicas de imagen. No es una biblioteca pública al uso, pero sí un pequeño milagro de supervivencia entre ceniza y silencio.
La biblioteca perdida de Iván el Terrible
La leyenda cuenta que Iván III, abuelo de Iván IV, habría reunido manuscritos bizantinos —al casarse con Sofía Paleóloga— y que la colección pasó a Moscú. El arqueólogo Ignatius Stelletskii buscó esa biblioteca por media vida, excavó bajo el Kremlin, y ni él ni antes Pedro el Grande o emisarios vaticanos hallaron rastro. Se habló de Dyákovo y Alexandrov; hasta hoy, un misterio magnético.
El pasaje secreto de Mont Sainte-Odile
En Alsacia, un enigma moderno sorprendió a todos cuando desaparecían documentos de una biblioteca monástica. El culpable, Stanislas Gosse, aprovechaba un pasadizo secreto para entrar sin ser visto. No hubo hogueras, pero sí una lección: hasta en tiempos de alarmas y cerraduras, el ingenio encuentra rendijas.
La biblioteca de brujería de Himmler
El jerarca nazi Heinrich Himmler, obsesionado con el ocultismo, reunió una colección sobre brujería y esoterismo, parte de la cual acabó en Praga. Más que su valor académico, importa el símbolo: un poder que instrumentaliza libros para justificar la persecución y la supremacía ideológica.
Aristóteles y el Liceo
En Atenas, Aristóteles fundó la que se considera la primera gran biblioteca privada de Europa, en el Liceo. Tras su muerte, su discípulo Teofrasto heredó los fondos, que luego se dispersaron. El destino final de muchos manuscritos se difumina; la tradición afirma que algunos textos quedaron ocultos un siglo, y que ya en Roma, gracias al empeño de Cicerón, terminaron por ver la luz.
Petrarca y Carlos V de Francia
El poeta Petrarca reunió una notable colección con la idea de donarla a Venecia; con el paso del tiempo, muchos volúmenes se perdieron o quedaron desperdigados, aunque parte se conserva en Francia. Por su parte, Carlos V de Francia llegó a atesorar 917 manuscritos: a su muerte, los traslados y ventas provocaron la dispersión de piezas únicas.
La Corviniana de Hungría
El rey Matías Corvino levantó en Hungría una biblioteca humanista modélica, con más de 2.000 volúmenes encuadernados con primor. Tras la derrota de 1526 en Mohács, la colección fue saqueada; hoy apenas se han localizado algunos centenares de corvinos. El resto se volatilizó entre guerras, ventas y pillajes.
Occupy Wall Street y la biblioteca de los indignados
En 2011, el movimiento Occupy Wall Street montó una biblioteca popular que llegó a sumar casi 12.000 libros donados por lectores y autores. El desalojo del campamento supuso la destrucción de la mayor parte del acervo; solo sobrevivieron unos pocos cientos, memoria frágil de un momento político efervescente.
Las pérdidas de la Guerra Civil española
En España, la guerra arrasó estanterías privadas y públicas. Quedaron destruidas bibliotecas de Pío Baroja, Juan Chabás y Pedro Salinas, entre otros. El poeta Vicente Aleixandre, enfermo, regresó con Miguel Hernández a su casa en un carrito de frutero para comprobar si su biblioteca se había salvado. No quedaba más que un montón de cenizas.
Autores y bibliotecas imaginadas
La fascinación por las bibliotecas perdidas ha cruzado la literatura. Borges soñó con Alejandría y una Biblioteca de Babel infinita; Umberto Eco jugó con los enigmas bibliográficos; Julio Verne dotó al capitán Nemo de su propia colección; J. K. Rowling imaginó anaqueles mágicos; y Carlos Ruiz Zafón bautizó un «Cementerio de los Libros Olvidados». La ficción ha sido el refugio donde recuperar lo irrecuperable.
El caso de la Biblioteca de Constantinopla en la tradición
Volviendo a Bizancio, una corriente sostiene que antes de la caída, volúmenes clave salieron de la ciudad hacia Occidente. La leyenda enlaza con la biblioteca de Iván el Terrible y con la idea de manos secretas que salvaron fragmentos de Alejandría. Entre historia y mito, lo que persiste es el deseo de creer que no todo ardió.
Más allá del mito: cifras, materiales y oficios
Hablar de 400.000, 700.000 o 100.000 volúmenes es usar cifras discutidas. Lo que sí sabemos es que la organización —catálogos como el de Calímaco— fue clave, y que la transición de papiro a pergamino salvó miles de obras que, de otro modo, se habrían pulverizado. Los copistas, esos trabajadores anónimos en scriptoria, mantuvieron los textos vivos durante siglos.
Las bibliotecas enseñan tanto por lo que guardan como por lo que pierden. El patrullaje de censores, los incendios de fanáticos o invasores, y la pura desidia muestran un patrón: cuando la sociedad mira hacia otro lado, el fuego avanza. Por eso, cada plan de conservación y cada rescate digital cuentan.
Resulta inevitable preguntarse si hemos aprendido. Vemos que no del todo. Hay bibliotecas con sistemas antiincendios y protocolos ejemplares, y otras que carecen de lo básico. El futuro del patrimonio depende de presupuestos, tecnologías y, sobre todo, de una ciudadanía que entienda que una biblioteca quemada es una identidad amputada.
Sea en Alejandría, en Nínive o en una plaza de Nueva York, el mensaje se repite: cada vez que un anaquel arde o se dispersa, el mundo se vuelve un poco más pobre y más corto de memoria. Quizá por eso estas historias nos conmueven tanto: porque nos retratan, sin filtros, como especie que olvida y, a la vez, como especie que se obstina en recordar.
