Cómo se llamaban los pintores en el Antiguo Egipto: los escribas del contorno y su mundo

Última actualización: octubre 28, 2025
  • Los pintores egipcios eran llamados “escribas del contorno”, reflejando la unión entre dibujo y escritura.
  • La imagen tenía función mágico‑ritual: alimentaba al ka y aseguraba continuidad en el Más Allá.
  • La técnica combinaba contorno en rojo/negro, colores planos y pigmentos minerales con aglutinantes orgánicos.
  • Un canon proporcional y convenciones (perfil/torso frontal, escala jerárquica, color simbólico) rigieron toda la producción.

Pintores del Antiguo Egipto

Cuando pensamos en las paredes de las tumbas egipcias, nos vienen a la cabeza escenas de colores intensos y figuras perfectamente delineadas; sin embargo, sus autores no eran “artistas” en el sentido moderno. En el valle del Nilo no existían las palabras “arte” y “artista” como tales, y quienes decoraban muros y objetos eran considerados maestros artesanos, “hábiles de manos”, integrados en talleres organizados y sujetos a reglas muy precisas.

Responder a cómo se llamaban los pintores en el antiguo Egipto nos abre la puerta a su mundo: su oficio, su técnica, su papel religioso y su formación. Allí, dibujo y escritura iban de la mano, y las imágenes no eran simple decoración, sino que tenían una función práctica y sagrada. De hecho, los pintores recibían un título que evidencia esa mezcla: eran los “escribas del contorno”, especialistas en perfilar la línea que daba vida a figuras y jeroglíficos.

¿Cómo se llamaban los pintores en el Antiguo Egipto?

En los textos egipcios, los pintores aparecen como “escribas del contorno” (porque “escribían” el dibujo) y, a veces, como artesanos elogiados por su destreza manual. La noción de “genio individual” era secundaria: lo importante era que la obra resultase eficaz y correcta según los cánones dictados por los templos. Del mismo modo, el escultor podía recibir el apelativo de “el que hace vivir”, subrayando el objetivo práctico y ritual de su trabajo.

En muy raras ocasiones se conservan firmas personales, y cuando aparecen suelen ser discretas. Este carácter colectivo y anónimo tiene que ver con una mentalidad donde prima la fidelidad a la norma. Por eso, el mérito residía en ajustarse a modelos “perfectos” guardados en las bibliotecas de los templos y en los manuales de taller, no en salirse del guion.

La denominación de “escribas del contorno” deja claro que trazo y palabra eran dos caras de la misma moneda. En piedra, madera o estuco, el perfil se trazaba con la misma lógica que un jeroglífico: representar lo esencial para que “existiese”. Así, la línea que enmarca una figura no es un simple borde; es el límite mágico que la define.

Incluso la ortografía de los jeroglíficos pintados en las tumbas revela ese vínculo: se han detectado faltas y correcciones en los textos muralísticos porque muchas veces el pintor copiaba un original escrito por un escriba, y al no ser un escriba profesional podía confundir signos parecidos. Después, otro especialista enmendaba la escena.

Escribas del contorno en Egipto

Oficio, formación y organización de los talleres

La formación egipcia es peculiar: las grandes normas artísticas emanaban de los templos y de las “Casas de Vida”, centros de conocimiento donde se educaban escribas, médicos o arquitectos. No obstante, el oficio de pintor solía transmitirse de padres a hijos en el taller, aprendiendo a golpe de práctica diaria, aunque siempre sometidos a esas reglas oficiales.

En lugares como Deir el-Medina, la aldea de los artesanos de las tumbas reales, encontramos una comunidad de especialistas organizada con precisión: dibujantes, escultores, yeseros, pintores de color, todos bajo la supervisión de capataces y, a nivel superior, del clero y la administración. En Menfis, el dios Ptah era el patrón de los artesanos, y su sumo sacerdote ostentaba el título de “Gran Inspector de los artesanos”, prueba del control religioso sobre el proceso creativo.

El prestigio social del título de “escriba” desbordaba la mera escritura. Ser llamado “escriba del contorno” elevaba el estatus de quien dominaba el dibujo, porque en Egipto escribir y representar eran acciones equivalentes que convertían lo trazado en algo operante en el mundo divino.

Los talleres funcionaban como equipos: unos trazaban el contorno, otros corregían, otros coloreaban, y otros aplicaban los acabados. Este trabajo coordinado explica la uniformidad estilística a lo largo de siglos y, a la vez, por qué muchas obras carecen de autoría explícita.

La magia de las imágenes y el Más Allá

La pintura egipcia tiene una finalidad esencialmente ritual. Las escenas que vemos en las capillas funerarias alimentaban al ka (la fuerza vital) del difunto, garantizándole sustento eterno. No bastaba con dibujar una mesa repleta: por eso se representaba toda la cadena de producción (siembra, siega, trilla, almacenaje), así como caza y pesca, para que nunca faltase la comida.

La magia, heka, hacía “real” lo pintado. Por ese mismo motivo abundan las escenas inacabadas: se creía que, siempre que hubiera modelos completos de referencia, bastaba el esbozo para que la magia completase la obra. Una escena abierta sugería continuidad, esperanza de que “habrá un mañana” donde proseguir.

Un caso llamativo es el uso del amarillo en las “cámaras del oro” de los sarcófagos reales durante el Reino Nuevo. Se pensaba que la carne de los dioses era de oro, símbolo de incorruptibilidad y eternidad, así que las paredes se pintaban de ese color. Los artesanos de Deir el‑Medina adoptaron el mismo tono para sus propias tumbas porque, si servía al rey, también debía protegerles a ellos.

Esta eficacia mágica deja claro por qué el arte egipcio no persigue la “decoración” por sí misma. Representar era hacer; nombrar y dibujar eran actos de activación. De hecho, esculturas, relieves y pinturas se “despertaban” mediante ritos de consagración como la Apertura de la Boca.

Pintura funeraria egipcia

Técnica pictórica y materiales: cómo se pintaba

El proceso habitual comenzaba con un boceto a pincel de cálamo en rojo, seguido de correcciones en negro. Después se aplicaban los colores “planos”, sin sombras modeladas, respetando las áreas delimitadas por el contorno.

Los “pinceles” eran cañas desmochadas, similares a los de los escribas para el papiro, pero adaptadas para retener pigmento. Como aglutinante se usaba agua con resina o goma de acacia; para fijar, se recurría a albúmina de huevo y cera. Se pintaba sobre piedra, estuco de yeso, madera o papiro, y no se practicaba el fresco húmedo tradicional mediterráneo debido al clima seco.

La paleta era limitada, pero muy estable en el tiempo y de origen mayoritariamente mineral. Entre los pigmentos más comunes:

  • Negro: obtenido por combustión incompleta, por ejemplo de paja; asociado a fertilidad y renacimiento (la tierra negra del Nilo).
  • Rojos y amarillos: ocres abundantes, especialmente en la región tebana; el rojo es ambivalente (vida y peligro).
  • Azules y verdes: derivados de minerales de cobre como azurita y malaquita; el azul egipcio (sintético, a base de sílice y cobre) fue un hito técnico.
  • Blancos: caliza molida; el blanco más puro se obtenía de huntita (carbonato de calcio y magnesio).

Este dominio técnico explica la perdurabilidad de los colores tras milenios. El clima árido colaboró, pero el secreto está en la preparación de la superficie, el uso de estucos bien alisados y la coherencia del sistema de capas.

El canon egipcio y las grandes convenciones

Desde la dinastía III, los artistas trazaban las figuras humanas con ayuda de una cuadrícula. El estándar clásico divide el cuerpo en dieciocho “puños” desde la planta del pie a la línea del cabello; en Amarna sube a veinte, y en época baja y ptolemaica a veintiuno. Karl Richard Lepsius, en el siglo XIX, ya observó estas retículas en Saqqara.

La figura se representa según el sistema “combinado”: cabeza y piernas de perfil, torso y hombros de frente, y el ojo frontal. No es una “falta de perspectiva”, sino un método para mostrar lo esencial de cada parte con máxima legibilidad. Por eso también se usa escala jerárquica: a mayor rango, mayor tamaño.

El color refuerza convenciones sociales y de género: la piel masculina suele aparecer en tonos ocres rojizos, la femenina en gamas más claras. En escenas oficiales, las posturas son estables, con ley de frontalidad en escultura y rigidez controlada en pintura; en escenas de la vida cotidiana, en cambio, hay más soltura y observación natural.

Los pintores noveles se apoyaban en la cuadrícula y cometían más “arrepentimientos” (pentimenti) visibles en obras inacabadas; los más expertos dibujaban con gran seguridad, a menudo sin apenas correcciones. Una vez terminada la pintura, se ocultaban las marcas de trabajo y el resultado parecía uniforme.

Canon y cuadrícula en el arte egipcio

Evolución histórica: de los orígenes al período ptolemaico

Durante más de tres milenios, la gramática visual egipcia se mantuvo sorprendentemente estable, con fases de mayor naturalismo. En los periodos predinásticos (Badariense, Naqada I‑III) ya aparecen motivos en cerámica y piedra; con la unificación, obras como la Paleta de Narmer fijan lenguajes simbólicos duraderos.

En el Reino Antiguo, el arte alcanza un clasicismo contundente: relieves finísimos, paletas cromáticas sobrias y una escultura de frontalidad majestuosa. Tras la descentralización del Primer Período Intermedio, el Imperio Medio refina técnicas y abre el foco temático a la vida común, mientras conserva la norma.

El Reino Nuevo marca el cenit: grandes programas murales en tumbas y templos, ampliaciones colosales en Karnak, y un colorido vibrante. Con Amenhotep III se llega a una perfección técnica a veces fría; con Akhenatón, en Amarna, irrumpe un naturalismo dinámico (plantas que se mecen, cuerpos más flexibles). En época ramésida vuelve cierta idealización con una dulzura heredada.

En fases posteriores (saíta, ptolemaica, romana) se imitan modelos antiguos con resultados desiguales en “alma”, pero con sólida calidad artesanal. El contacto con el mundo griego genera formas híbridas sin romper el fondo simbólico: la tradición y el cambio dialogan.

Colores con mensaje: significado y nombres

En egipcio antiguo, los términos básicos para “color” condensan ideas de materia y naturaleza. Se distinguen, por ejemplo, kem (negro), hedj (blanco/plateado), uadj (verde/azul) y desher (gama rojo‑naranja‑amarillo). El color no adorna: activa asociaciones.

El azul evoca el cielo y el Nilo vivificador, por eso se relaciona con fertilidad y renacimiento. El verde es el crecimiento (de ahí la piel verde de Osiris y el uso de amuletos en ese color con fines curativos). El negro, paradójicamente, es luto y promesa de resurrección a la vez, por la tierra negra del Nilo y la iconografía osiríaca.

El rojo es ambivalente: sangre y vida, pero también desierto y la potencia peligrosa de Seth. El oro señala lo divino: la carne de los dioses; la plata, sus “huesos”. De ahí que se dorasen máscaras funerarias y que la fayenza turquesa y los tonos luminosos triunfen en ajuares y amuletos.

Arquitectura y escultura: el marco en el que pintaban

La arquitectura monumental se levanta en piedra con gusto por el colosalismo, cubiertas adinteladas y ejes procesionales. El templo típico presenta avenida de esfinges (dromos), pilonos de acceso, patio porticado, gran sala hipóstila y santuario oscuro; la luz decrece a medida que se avanza, acentuando lo sagrado.

Las tumbas se desarrollan en tres grandes tipos: mastabas (bloques troncopiramidales), pirámides (desde escalonadas a caras lisas) e hipogeos excavados en la roca, más seguros ante los saqueos. En todos los casos, la decoración pictórica convierte la tumba en una “casa” operativa para la otra vida.

La escultura oficial es frontal, estable y sin gesto efímero; las piezas de taller para la vida cotidiana, en madera o barro, muestran más naturalidad. En templos proliferan relieves policromados que se completan con pintura, y en tumbas, amplios ciclos narrativos sobre el más allá.

Obras y hallazgos destacados

En la mastaba de Nefermaat y Atet, el célebre “Friso de las Ocas” sobresale por su minuciosidad naturalista y sutileza cromática (malaquitas, azuritas, ocres), un caso singular dentro del repertorio. En la tumba de Nebamón, “escriba y contable del granero de Amón”, se conservan fragmentos con escenas vibrantes de caza y banquetes, hoy repartidos entre museos europeos.

De Deir el‑Medina proceden numerosos ostraca —lascas de caliza o tiestos de cerámica— con apuntes, caricaturas y escenas humorísticas, testimonio de un día a día chispeante en un poblado de especialistas. Allí también se sitúa el famoso Papiro Erótico de Turín, con viñetas satíricas y eróticas de factura refinada cuyo sentido exacto aún se debate.

Arte y escritura: una misma lógica visual

La estrecha unión entre jeroglífico y dibujo se ve en todo: hay escenas cuya imagen cumple la función de determinativo o ideograma, por lo que no hace falta duplicar con signos lo que ya está representado. A veces se recurre a juegos crípticos para “escribir” nombres con objetos o diosas que los personifican.

Para señalar plurales o duales, se repetían signos o figuras; los artistas, con ingenio, variaban disposición y color para evitar monotonía (“disimilación gráfica”). En la estatuaria, el paso adelantado de la pierna izquierda obedece a convenciones gráficas que “animan” la figura en clave simbólica.

Las proporciones del canon se miden con unidades tradicionales: el “codo pequeño” (seis palmos, cada uno de cuatro “dedos”), el “puño”, etc. Estas referencias convierten la figura en un sistema antropométrico normalizado que se podía reproducir en cualquier escala.

Materiales, piedras y maderas con significado

Los materiales tenían valor mágico además de técnico. El oro es imperecedero y solar; la plata, lunar. Antes de la Edad del Hierro, el hierro conocido era meteórico, “metal del cielo”, idóneo para amuletos y cuchillas rituales de la Apertura de la Boca; el plomo aparece en algunos usos litúrgicos.

Entre las piedras: alabastro (calcita) para vasos funerarios, granito, cuarcita, basalto y serpentinas para esculturas resistentes, y gemas como malaquita, turquesa o cornalina para amuletos asociados a protección, fertilidad o energía. La fayenza, con su brillo azul‑verdoso, encarna luz y regeneración.

Las maderas, escasas en Egipto, se seleccionaban por su vínculo divino: el sicómoro (asociado a Hathor, Isis y Nut) se plantaba ante tumbas y daba sarcófagos; la persea (árbol Ished) simbolizaba los años de reinado; el sauce, a Osiris; la acacia, a Horus; y se recomendaban tamarisco o ziziphus para figurillas funerarias. Hasta el color de la madera escogida reforzaba el tono de piel representado en la estatua.

Todo este entramado de oficios, reglas y símbolos explica por qué las pinturas egipcias siguen resultando tan icónicas: eran obra de “escribas del contorno” que, con técnica precisa y un lenguaje visual codificado, hicieron de cada trazo una acción eficaz en el mundo de los dioses y de los muertos, combinando oficio, religión y una idea muy exigente de lo que es “estar bien hecho”.

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