Origen del Día de Todos los Santos: historia, sentido y tradiciones

Última actualización: noviembre 4, 2025
  • Del 313 al 1 de noviembre: de las primeras conmemoraciones dispersas al día unificado por Gregorio III y universalizado por Gregorio IV.
  • Todos los santos, también los anónimos: solemnidad de precepto en muchos países y con calendarios diversos en otras confesiones.
  • 1 y 2 de noviembre, no son lo mismo: el primero honra a quienes están con Dios; el segundo ora por los difuntos, impulsado por san Odilón.

Origen del Día de Todos los Santos

El 1 de noviembre vuelve cada año como un clásico del calendario religioso y cultural: el Día de Todos los Santos. Es la fecha en la que millones de personas, sobre todo en países de tradición católica, rinden homenaje a quienes se consideran modelos de vida cristiana, canonizados o no. En 2025, por ejemplo, esa jornada cae en sábado, un detalle que no altera su significado pero que sí facilita que muchos puedan dedicar más tiempo a la memoria de los suyos. En cualquier caso, su trasfondo es mucho más que una simple efeméride de otoño, porque su origen se hunde en más de un milenio de historia y enlaza con ritos previos al cristianismo.

Esta solemnidad no solo evoca nombres famosos de los altares, sino que abraza también a los innumerables creyentes anónimos que, según la fe, han alcanzado la santidad. La Conferencia Episcopal Española suele recordar que los santos actúan como intercesores y referentes de vida evangélica, y ese marco ayuda a entender por qué la festividad mantiene tanta vigencia. Además, a su alrededor conviven usos populares muy distintos: visitas a cementerios con flores, misas solemnes, costumbres regionales e incluso festejos de raíz celta que, con el paso de los siglos, se mezclaron con la nueva fe sin perder del todo su sabor antiguo.

Origen y establecimiento del 1 de noviembre

La historia arranca con los primeros siglos del cristianismo, cuando la comunidad afrontó persecuciones severas —como la de Diocleciano— que dejaron una multitud de mártires. Tras el Edicto de Milán del año 313, la religión cristiana obtuvo legitimidad en el Imperio romano y se fue asentando la idea de celebrar una conmemoración común para honrar a todos los santos y mártires, no solo a los más célebres. En esos orígenes, sin embargo, no existía un único calendario, y cada región marcaba su propia fecha.

En Siria y zonas cercanas, con Edesa como referencia, hubo comunidades que celebraban esa memoria el 13 de mayo. En Occidente, por su parte, se desarrolló la costumbre de recordarlos el primer domingo después de Pentecostés. Esta diversidad refleja cómo el culto a los santos evolucionó de manera orgánica, antes de que Roma fijara una fecha universal. En ese camino, un hito clave fue la decisión del papa Bonifacio IV, quien en el año 609 dedicó el Panteón de Roma a la Virgen María y a todos los mártires, un gesto que encauzó la fiesta y que, según la tradición, consolidó el vínculo litúrgico con aquellos que dieron la vida por la fe.

El paso definitivo hacia el 1 de noviembre se atribuye a Gregorio III (731-741), que dedicó una capilla en la Basílica de San Pedro en honor de Todos los Santos y fijó esa fecha en Roma. No mucho después, Gregorio IV ordenó su observancia en toda la Iglesia en torno a los años 835-837, de manera que la conmemoración dejó de ser una celebración local para convertirse en una solemnidad de alcance universal. Desde entonces, la festividad del 1 de noviembre fue calando en todo el orbe cristiano.

La elección del día no fue arbitraria. Diversos estudios y tradiciones sostienen que noviembre se escogió para cristianizar o desactivar ritos paganos muy arraigados entre los pueblos del norte de Europa, especialmente los de entorno celta y germánico. Al superponer una fiesta cristiana a aquellas celebraciones de transición estacional, la Iglesia favoreció la adopción de una memoria sagrada que, con el tiempo, integró y transformó usos anteriores sin borrar por completo su eco cultural.

En paralelo, distintas confesiones cristianas fueron fijando su propio calendario. Mientras la Iglesia anglicana mantiene la celebración el 1 de noviembre, la Iglesia ortodoxa —junto con otras tradiciones orientales y comunidades luteranas o metodistas— la sitúa el primer domingo después de Pentecostés. Estas diferencias no rompen el hilo común: se trata de un día para reconocer la santidad en todas sus expresiones, también la que solo conoce Dios.

Fiesta de Todos los Santos

De mayo a noviembre: del Panteón a San Pedro

La secuencia histórica muestra una evolución clara: de un recuerdo diverso y esparcido por el calendario (el 13 de mayo en algunos lugares, la primera semana posterior a Pentecostés en otros) a un día unificado. La dedicación del antiguo templo romano —el Panteón— por Bonifacio IV en el 609 sembró la semilla de una fiesta común. La posterior decisión de Gregorio III de subir la conmemoración a noviembre y su difusión universal con Gregorio IV culminaron un proceso de más de cuatro siglos, hasta convertir el 1 de noviembre en la fecha de referencia para la cristiandad latina.

¿Por qué justo esa fecha?

La explicación más repetida apunta a la estrategia pastoral: noviembre coincidía con festividades agrícolas y de fin de ciclo en Europa, y ubicar ahí la fiesta cristiana permitía resignificar los ritos y darles un contenido nuevo. Es el caso de Samhain, la gran celebración celta del tránsito al periodo oscuro del año, con su imaginario de frontera entre mundos. Aunque el Día de Todos los Santos no nace de Samhain, sí es cierto que la elección del 1 de noviembre favoreció el diálogo —no siempre sencillo— entre ambas realidades, y a la larga dejó huella en costumbres locales que siguen vivas en regiones como Galicia o Irlanda.

Calendarios cristianos y ortodoxos

La universalización de la fecha en Occidente no impide que otras tradiciones mantengan su propio ritmo litúrgico. En la Iglesia ortodoxa, Todos los Santos se celebra el domingo siguiente a Pentecostés, subrayando así la obra del Espíritu en la santificación de los fieles. Comunidades luteranas y metodistas también reservan ese domingo para una conmemoración similar, mientras que católicos y anglicanos se quedan con el 1 de noviembre. El mapa resulta diverso, pero la intención es idéntica: dar gracias por la multitud de testigos que, con su vida, han reflejado el Evangelio.

Sentido religioso, diferencias y costumbres

La fiesta no se limita a los santos oficialmente canonizados. La Iglesia insiste en que el 1 de noviembre se recuerda a todos aquellos cuya santidad solo conoce Dios. Por eso, aunque en la práctica muchas parroquias pongan el foco en figuras populares, el día abraza también a los santos desconocidos, a quienes vivieron en clave de entrega cotidiana sin llegar jamás a un proceso formal de canonización. Esa amplitud es parte de su fuerza y explica su arraigo intergeneracional.

En el ámbito católico, el Día de Todos los Santos es considerado día de precepto en numerosos países: los fieles están invitados —y, donde rige la norma, obligados— a participar en la misa, salvo causa que lo impida. Tras la Reforma, diversas comunidades protestantes mantuvieron la conmemoración con acentos propios; por ejemplo, en el metodismo se subraya la gratitud por la vida y muerte de los santos. En otros lugares, como Estados Unidos, no suele ser festivo a nivel civil, aunque su vivencia religiosa permanece en muchas iglesias locales.

Conviene aclarar una confusión frecuente: Todos los Santos (1 de noviembre) no es lo mismo que los Fieles Difuntos (2 de noviembre). La primera fecha honra a quienes ya gozan de la presencia de Dios —los santos, conocidos y anónimos—, mientras que el día siguiente se dedica a orar por las almas de quienes han fallecido y están en proceso de purificación, según la doctrina del purgatorio. Esta segunda jornada se afianzó a partir del siglo X gracias al impulso de san Odilón de Cluny en Francia, y fue extendiéndose hasta quedar asumida en la Iglesia latina a partir del siglo XVI.

Las costumbres ligadas al 1 de noviembre son muy variadas. En España, lo habitual es visitar los cementerios con flores, adecentar las tumbas y compartir un rato de recuerdo familiar. En no pocas catedrales se exponen reliquias de sus santos patronos o bien se organizan celebraciones solemnes. Al mismo tiempo, perviven tradiciones con sabor regional que marcan el carácter de la jornada y la conectan con el inicio del otoño y la llegada del frío.

Costumbres del Día de Todos los Santos

España: del recuerdo en el camposanto a las castañas al fuego

En las Islas Canarias se celebra la fiesta de los Finaos, que reúne a las familias para rememorar a los difuntos entre historias, música y viandas. En Galicia, el País Vasco y Cataluña, el protagonismo lo comparten las castañas asadas: en la tradición celta de Samhain, en el Gaztañerre Eguna y en la Castanyada, respectivamente. Son formas distintas de celebrar la misma memoria, con un trasfondo común de agradecimiento por la cosecha y de abrigo frente al tiempo que cambia.

Hay prácticas curiosas que aún perduran en pueblos concretos. En Begíjar (Jaén), por ejemplo, se conserva la costumbre de tapar con gachas las cerraduras de las casas, con la creencia de que así se ahuyentan los malos espíritus. Este tipo de ritos, que hoy se viven con un punto festivo, delatan el viejo temor a lo desconocido de la noche de difuntos y muestran cómo conviven supersticiones antiguas con la celebración cristiana.

Europa y Asia: festivos civiles y devociones populares

Más allá de España, el 1 de noviembre es jornada no laborable en Francia y Alemania, donde muchos comercios cierran y familias enteras se desplazan a cementerios o iglesias. En Filipinas, esta fecha —conocida como Undas— combina la memoria de los santos con el recuerdo de los propios difuntos: se llevan flores, se reza y se comparten alimentos sobre las tumbas, en una mezcla de solemnidad y convivencia que forma parte de su identidad cultural.

América: de La Catrina a los barriletes gigantes

En México, el entorno del 1 y 2 de noviembre alcanza una intensidad única. Las raíces prehispánicas —que incluían compartir la cosecha con los antepasados y trazar caminos de flores para guiarlos— se fusionaron con la propuesta católica, y de esa síntesis nació el actual Día de Muertos. La UNESCO declaró esta tradición Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por su riqueza simbólica y su valor comunitario. Un icono de este universo es La Catrina, una figura popularizada por Diego Rivera en su mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”, a partir de la calavera garbancera que caricaturizó José Guadalupe Posada hacia 1910 para criticar las apariencias sociales.

En Guatemala, el 1 de noviembre se vive con una mezcla vibrante de tradición indígena y fe católica. Es típico el fiambre —un plato festivo con embutidos, carnes y verduras—, acompañado de ayote en dulce, jocotes en dulce y garbanzos en miel. Pero nada llama tanto la atención como los barriletes o cometas gigantes de Sumpango y Santiago Sacatepéquez, elevadas al cielo para espantar espíritus malignos o, según otros, como señal de comunicación con los antepasados. En Todos Santos Cuchumatán (Huehuetenango), la jornada incluye la célebre carrera de cinta, con jinetes ataviados con el traje ceremonial en un desafío que dura horas y que refuerza la identidad comunitaria.

Halloween y el “triduo” de finales de octubre

La relación entre Halloween (31 de octubre), el Día de Todos los Santos (1 de noviembre) y el Día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre) se describe a menudo como un “triduo” cultural: tres días enlazados por la memoria de los muertos. Halloween —la All Hallows’ Eve inglesa— procede en gran medida del mundo celta y fue adoptada y transformada con el tiempo. El gusto por el disfraz se atribuye a influencias francesas, el trick or treat a entornos anglosajones y el uso de calabazas a aportes irlandeses. Con la llegada de inmigrantes a Estados Unidos, estas piezas se mezclaron y se integraron en una gran celebración urbana que hoy convive, a su modo, con la memoria cristiana de los santos y difuntos.

En la práctica, muchos países viven estos días como un bloque: la víspera más lúdica, la solemnidad del 1 de noviembre y la oración por los difuntos el día 2. Lejos de contradecirse, estos momentos pueden complementarse si se entiende que cada uno tiene su sentido propio y su acento particular: del homenaje a quienes ya gozan de Dios, a la súplica por quienes están de camino.

Una fiesta con rostro local y vocación universal

La pluralidad de tradiciones no diluye el núcleo de la solemnidad. Tanto en la exposición de reliquias en catedrales como en la visita sobria al cementerio del pueblo, late la misma convicción: las vidas santas iluminan el presente y sostienen la esperanza de una vida plena. Por eso, aunque los estilos cambien —de los dulces de temporada en España a los altares de flores en México, pasando por las cometas guatemaltecas—, la memoria de Todos los Santos sigue ofreciendo un lenguaje común y reconocible.

No faltan, además, matices locales que enriquecen la experiencia. En algunas parroquias se organiza una vigilia la noche del 31 de octubre —recobrando el sentido de la víspera de Todos los Santos—, en otras se visita a personas que están solas, y en no pocos lugares del mundo rural la fiesta continúa en la mesa con postres tradicionales y platos de temporada. Todo ello crea un tapiz de gestos en el que cada comunidad aporta su modo de celebrar, sin perder la referencia a la santidad como llamada universal.

La distinción entre santos y difuntos, a veces pasada por alto, también ayuda a enfocar el contenido de cada día. El 1 de noviembre se mira hacia quienes ya alcanzaron la meta, mientras que el 2 de noviembre se pide por quienes aún necesitan purificación. En esa doble mirada —la meta contemplada y el camino en curso— se ubican los lazos familiares, la memoria del pueblo y la oración comunitaria, tres elementos que explican la pervivencia de estas fechas en sociedades cada vez más plurales.

En conjunto, la historia de Todos los Santos cuenta una transición: de un mosaico de fechas y devociones a una solemnidad establecida en el 1 de noviembre, con una fuerte huella litúrgica y cultural. Su arraigo en España y en el resto del mundo se ve tanto en el silencio respetuoso de los cementerios como en los ritos populares que colorean la jornada. Y aunque el paso del tiempo haya incorporado costumbres ajenas —o reavivado las antiguas—, el corazón de la fiesta permanece: reconocer que la santidad no es patrimonio de unos pocos, sino la meta a la que toda vida está invitada.

Quien se acerque a esta celebración con ojos nuevos descubrirá que su encanto no reside solo en las flores, los dulces o las velas, sino en lo que evocan: una memoria agradecida por quienes nos precedieron en la fe y un compromiso para vivir hoy con la misma coherencia. Precisamente por eso, Todos los Santos se sostiene en el tiempo: porque recuerda, inspira y, sin ruido, propone un horizonte de esperanza compartida.

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