- El mercado de las brujas de La Paz entrelaza turismo y religiosidad andina con yatiris, mesas rituales y ofrendas a la Pachamama.
- Se venden amuletos, brebajes, inciensos, sullus y hoja de coca, con lecturas y limpias que guían decisiones cotidianas.
- Reconocido como Patrimonio Cultural Inmaterial, el mercado afronta controles por conservación de fauna y riesgos sanitarios.
- En España, Talavera organiza ruta de Difuntos y el II Mercado de Brujería y Hechicería con teatro, tarot y artesanía temática.

En el corazón de La Paz, a más de 3.600 metros de altura, se abre paso un escenario que parece sacado de otro tiempo: calles empedradas, humo de incienso flotando y, entre puesto y puesto, la promesa de remedios, amuletos y oraciones que conectan lo humano con lo sagrado. Allí, en una serie de callejuelas próximas a la Basílica de San Francisco, late lo que muchos conocen como mercado de las brujas, un espacio donde conviven turismo, tradición y una religiosidad andina que no ha dejado de reinventarse. Este recorrido por el misterioso mercado de las brujas no es solo una experiencia visual: es un viaje por ritos y símbolos que resisten al paso del tiempo.
No estamos ante un decorado exótico, sino ante un territorio vivo. A un lado, mochilas y cámaras de visitantes curiosos; al otro, vecinos que acuden con sigilo a consultar a los llamados yatiris, «los que saben», hombres y mujeres medicina que leen las hojas de coca, preparan ofrendas y hacen limpias. Entre calle Linares y el barrio de El Rosario, las tiendas de abarrotes conviven con talleres artesanos y puestos que, sin aspavientos, sostienen la memoria ritual de los Andes. Abundan los recorridos guiados —a menudo terminan en el Museo de la Coca—, pero la esencia de estas calles no cabe entera en una visita exprés.
Un barrio que mezcla devoción, comercio y turismo
El conjunto de vías cercanas a la Basílica de San Francisco se convierte en un circuito en el que todo parece tener su sitio: hostales, almacenes, restaurantes y pequeñas tiendas encadenadas entre sí. Los tenderetes se despliegan en zigzag y los visitantes se dejan llevar por el murmullo de voces que ofrecen hechizos, velones y perfumes que prometen fortuna o amor. No obstante, bajo el bullicio se percibe la cadencia de lo sagrado: hay miradas discretas, pasos pausados y una etiqueta no escrita que invita a observar con respeto.
Se ofrecen rutas a pie para entender la historia del lugar y su cosmovisión, guiadas por especialistas que desgranan significados y ritos; puedes consultar ejemplos de un itinerario. Buena parte de estos recorridos concluye en el Museo de la Coca, donde se contextualiza la planta más emblemática de la región y su papel ritual. No todo es espectáculo: por las mismas calles deambulan a diario vecinos que compran insumos para bendecir una casa, inaugurar un negocio o enderezar una relación que hace aguas. La frontera entre lo cotidiano y lo extraordinario aquí no es una línea; es un hilo que se anuda a cada paso.
Entre quienes recorren el barrio sin llamar la atención están los yatiris. No es sencillo identificarles, no llevan un uniforme. Muchos portan chuspas —bolsos tejidos con lana de camélidos— con fajos de hoja de coca, crucifijos, reliquias y objetos que emplean en sus rituales. Su presencia se intuye más que se exhibe; aparecen, conversan con parsimonia, observan el género y se escabullen entre los puestos con la naturalidad de quien forma parte del paisaje desde siempre.
Lo que se vende: del amuleto cotidiano al emblema sagrado
El inventario de lo que se despliega sobre mantas y mostradores es tan amplio como magnético. Se ven cráneos decorativos, brebajes contra el mal de ojo y polvos de la suerte. También frascos que prometen encontrar empleo, ramilletes de plantas medicinales que «curan todo o casi todo», geles de ruda y colonias que supuestamente atraen el dinero. Junto a ellos, mantecas que presumen de «crecepelo», palos de santo, inciensos de mil aromas y colores, y vellones o hebras de lana de llama con usos simbólicos muy concretos.
El surtido se completa con crucifijos, puñales y dagas, vírgenes de madera tallada y cruces andinas. No faltan pulseras, collares y pendientes engalanados con semillas de huayruros —rojas y negras, de buen augurio—, ni los muñecos de azúcar con los que se busca «endulzar» dificultades cotidianas. Hay instrumentos tradicionales como maracas, flautas y palos de lluvia, así como lociones «vigorizantes» para la virilidad, velones para atraer amantes, polvos que «espantan» la envidia y figuras de cera destinadas a activar amarres de amor. La oferta es inagotable a ojos del profano, pero quienes acuden con una petición clara saben exactamente qué escoger y a quién pedírselo.
Entre tanta variedad hay dos protagonistas indiscutibles: la hoja de coca y los sullus, esto es, fetos de llama, alpaca u otros animales. La coca es ofrenda y oráculo, vehículo de consulta y puente con lo divino en la lectura que realizan los yatiris. Los sullus, por su parte, garantizan pagos más contundentes a la Madre Tierra; acostumbran a formar parte de mesas rituales de mayor complejidad y coste. Los tenderos explican con insistencia que estos fetos provienen de abortos espontáneos, de crías que no sobreviven al frío en altura o que aparecen en mataderos en el vientre de sus madres. Una aclaración que responde a la impresión que causa verlos colgando en racimos a la vista de todos.
En una de esas conversaciones de calle, Marcela —vendedora de pelo teñido en tonos anaranjados y sonrisa de dientes dorados— suelta una frase que lo resume todo: «Aquí se encuentra de todo, hijito, de absolutamente todo». La frase suena a eslogan improvisado y, sin embargo, es una constatación. A su lado, botellitas y envoltorios repletos de mensajes directos —más suerte, más amor, más dinero— conviven con silencios y gestos que dicen tanto como las etiquetas. Las guías de viaje suelen marcar este rincón como «visita obligada», y no faltan recomendaciones en revistas y canales de viajes que, entre otras rutas por Bolivia —del propio centro paceño al salar de Uyuni—, ponen el foco en este mercado por su magnetismo indiscutible.
Agosto y la Madre Tierra: cuando «se abre la boca»
Si hay un mes que condensa la intensidad ritual es agosto, tiempo de la Pachamama. Cuentan que entonces «la Tierra abre la boca», y que hay que «alimentarla» con pagos. Belinda, curandera de El Alto, lo resume con contundencia: «Es una boca abierta; hay que meter dinero», dice en alusión a los tributos. Cada ofrenda se ajusta a las necesidades de quien la pide: amor, trabajo, prosperidad, salud o protección. No hay dos mesas rituales idénticas, aunque compartan un mismo corazón simbólico.
Las llamadas mesas o pagos a la tierra son paquetes cuidadosamente armados por los yatiris. En su interior se combinan dulces con forma de casa o de corazones, lana, hojas de coca, resinas aromáticas, frutas, flores, semillas, miel, grasa de camélidos y una colección abigarrada de «dulces» de colores que representan conceptos como suerte, dinero, camino, paz o salud. Las mesas más costosas incluyen un sullu, y, una vez terminadas, se atan con hilo o cuerda fina antes de pasar por el fuego. La combustión no es solo un fin ritual: es lectura, traducción y mensaje.
Frente al brasero, el yatiri observa la dirección del humo, cómo cruje la resina, la velocidad con la que devoran las llamas los ingredientes. «Ha ido bien, está bonito», comenta Belinda cuando el fuego «habla». En ese trance se pronuncia la palabra jallalla, un término quechua-aymara que, en su esencia, funde esperanza, fiesta y bienaventuranza. Es petición y agradecimiento a la vez, un puente lingüístico entre la voluntad humana y la voluntad de la tierra. Cuando todo termina, las brasas y las cenizas se entierran: el ciclo se cierra, lo ofrecido regresa al suelo que lo sustenta.
El fuego, omnipresente, actúa como mediador. Consumir, transformar, traducir: tres verbos que, aquí, son el mismo acto. Las llamas convierten deseos en signos que el especialista interpreta para dar recomendaciones o advertencias. No hay espectáculo: hay un código que se aprende con paciencia, transmitido por generaciones que asumen la responsabilidad de «saber criar» la vida y «saber curarla», dos expresiones que resumen la doble sabiduría atribuida a estos guías espirituales andinos.
Yatiris: «los que saben» y leen lo que otros no ven
Los yatiris no se anuncian a gritos. Si se les reconoce, es por pequeños detalles: un sombrero oscuro, la manera de palpar las hojas de coca, el ritmo con el que revisan los puestos. En sus chuspas viajan hojas de coca, cruces, cadenas y reliquias; herramientas para leer, curar, proteger, aconsejar. Aprendieron de sus mayores y, en no pocos casos, relatan haber sido «llamados» por un rayo, por visiones o por sueños intensos que les marcaron el camino. La comunidad acude a ellos para conversar con los ancestros tutelares: los achachilas y las awichas, presencias que guían, protegen y acompañan en la cosmovisión andina.
Además de plantas, raíces y resinas, conocen las «piedras del monte» y el lenguaje de los sueños. Practican limpias para alejar lo que estorba y ofician curaciones que mezclan oración, humo y gesto. Su herramienta más conocida es la hoja de coca: sobre una manta, una mesa o el suelo, la esparcen como si barajasen cartas, y de su posición, cercanía o contacto extraen respuestas. Con esa lectura responden a preguntas concretas, describen posibles derivas del futuro inmediato y recomiendan caminos para sortear obstáculos. No es adivinación de feria; es un marco de sentido con normas y códigos propios.
Patrimonio, saberes y controversias a la vista
El valor cultural del mercado fue reconocido oficialmente en 2019, cuando el Concejo Municipal de La Paz lo declaró Patrimonio Cultural Inmaterial del municipio. Se puso en valor su condición de espacio de saberes, de lugar donde las ofrendas y los rituales condensan una cosmovisión extendida por toda la región andina. Con todo, esa distinción no lo ha blindado de polémicas. El turismo —impresionado ante la abundancia de sullus expuestos— convive con denuncias y controles para impedir prácticas contrarias a la conservación de la fauna.
Los vendedores repiten el mismo argumento cada vez que alguien se sorprende ante los fetos colgantes: provienen de abortos naturales, de crías que no resistieron el frío o que fueron halladas en mataderos en el vientre de sus madres. Pero el debate no se limita a los sullus: las autoridades han detectado en algunos estantes partes o ejemplares de especies como murciélagos, lagartos, patas de zorro o sapos. El riesgo sanitario y la obligación de proteger el medio ambiente han derivado en mayores controles y vigilancia, en un intento de mantener el equilibrio entre la salvaguarda de prácticas ancestrales y la lucha contra el tráfico de animales.
El tirón del mito: entre lo sagrado y lo grotesco
Cuentan que fueron los visitantes foráneos quienes popularizaron el nombre de «mercado de las brujas». Antes de que el barrio se hiciera famoso, las chifleras —vendedoras de hierbas— ya ocupaban estas esquinas ofreciendo remedios y consejos. Con el tiempo, las guías etiquetaron el lugar como «imprescindible», y el flujo de curiosos hizo el resto. Hoy, tiendas de artesanía conviven con puestos de medicina tradicional en los que uno puede comprar una mesa ritual completa, amuletos para cada inquietud y pócimas de todo tipo.
El lugar vive en una paradoja constante. Para algunos, su estética puede rozar lo grotesco; para muchos otros, es un santuario al aire libre donde se honra a la Madre Tierra. «Aquí honramos a nuestra madre», susurra una vendedora, y acto seguido sugiere una tortuga para sumar años de vida, un búho para ampliar la sabiduría o un cóndor para viajar con seguridad y buena fortuna. Entre los productos estrella figuran el «Jabón Ven a mí» —supuestamente irresistible para atraer pareja— y la conocida loción «7 machos», de la que los vendedores afirman, entre risas, que «no falla». En los estantes caben decenas de frascos: brebajes, jabones, bálsamos, bebedizos, elixires y pociones con etiquetas categóricas.
Más allá del reclamo comercial, el barrio funciona como espejo de una ciudad que interactúa con sus deidades mientras da la bienvenida a quienes llegan de fuera. Lo sagrado y lo profano se dan la mano entre volutas de humo y mosaicos de color. Para el viajero, la experiencia puede parecer un museo sin vitrinas; para el devoto, un altar cotidiano al que se vuelve una y otra vez. Esa dualidad, lejos de desvirtuarlo, lo mantiene vivo y lo convierte en umbral entre dos mundos: el de los mitos que resisten y el de las cámaras que quieren capturarlos.
Relatos, lecturas y recorridos guiados
Quien se adentra en estas calles con guía recibe contexto e historia: qué significan los colores de los dulces rituales, cuándo conviene hacer un pago, cómo se preparan las mesas o cuál es la forma correcta de saludar y pedir. Muchos trayectos culminan en el Museo de la Coca, donde se entiende por qué esa hoja es más que un símbolo: es alimento ritual, medicina y herramienta adivinatoria. Esa mezcla de explicación y experiencia permite ver que bajo los frascos y las velas hay una trama de significados tan compleja como coherente.
Fuera de las visitas guiadas, el pulso del barrio invita a deambular sin prisa. Las conversaciones surgen solas, los consejos aparecen cuando menos lo esperas y, de pronto, un gesto te revela más que una charla larga. La clave es el respeto: preguntar, escuchar, aceptar que no todo está ahí para la foto. Hay cosas que pertenecen a quien las vive, y esa frontera —que no es prohibición, sino cuidado— permite que el mercado no se convierta en caricatura.
Ecos en España: Talavera y su fin de semana de misterio
La atracción por los ritos, las historias y los símbolos no es exclusiva de los Andes. En España, Talavera de la Reina propone un fin de semana muy especial para quienes disfrutan de lo esotérico y lo legendario. La Noche de Difuntos y el II Mercado de Brujería y Hechicería San Jerónimo se presentan como una cita doble los días 31 de octubre y 1 de noviembre, en torno a la festividad de Todos los Santos, con actividades que cruzan historia local, espectáculo y artesanía.
El 31 de octubre, a las 20:30, partirá desde el Centro Cultural Rafael Morales una Ruta Especial Noche de Difuntos por las calles del Casco Antiguo. Ocultura Talavera coordina el recorrido, que desvela historias y leyendas en escenarios reales de la ciudad. El aforo es limitado y la inscripción previa es obligatoria, una fórmula que ordena el paseo y lo hace más íntimo. La velada contará con Jesús Ortega, del programa radiofónico El Dragón Invisible (Radio Castilla-La Mancha), como maestro de ceremonias.
El propio Centro Rafael Morales albergará además una exposición dedicada al misterio, el terror y los rituales, una manera de complementar la ruta con piezas y relatos que amplían el universo simbólico de la noche. El primer sábado de noviembre, el Mercado de San Jerónimo celebrará una edición especial centrada en la brujería y la hechicería, sumando puestos de magia, espacios esotéricos y diferentes tarotistas a la habitual oferta de artesanía que ocupa las calles más carismáticas del Casco Antiguo.
Habrá representaciones teatrales en distintos momentos de la jornada, narraciones de historias de brujas y venta de amuletos, hierbas y dulces vinculados a la temática. El II Mercado de Brujería y Hechicería San Jerónimo desplegará sus puestos en la plaza de San Pedro, la plaza de San Agustín y la calle Pescaderías, con la expectativa —según el Ayuntamiento— de repetir el éxito de público y participación de convocatorias anteriores. Un guiño contemporáneo a lo mágico que, aunque muy diferente al universo andino, revela un interés compartido por los relatos que desafían lo visible.
De un lado, un barrio paceño declarado Patrimonio Cultural Inmaterial por su rol como santuario de saberes y ofrendas; del otro, una ciudad castellana que programa rutas y mercados temáticos para explorar sus leyendas urbanas. Dos miradas a lo misterioso que no compiten, sino que se complementan: ambas muestran que la fascinación por el rito, el símbolo y la promesa de protección sigue bien viva.
Para quienes aterrizan en La Paz, la experiencia se parece menos a un «paseo por un mercado» y más a una lección silenciosa: ingredientes que significan, palabras que invocan, manos que saben. Y para quienes visitan Talavera, el encanto de los relatos nocturnos y un mercado que mezcla artesanía con tarot, actuaciones y dulces con nombre de embrujo.
El «misterioso mercado de las brujas» no es una postal ni un truco turístico; es una puerta entreabierta a una manera de entender el mundo en la que todo está conectado: la casa que se estrena, el trabajo que se busca, el amor que se pide, la salud que se protege. Desde La Paz hasta Talavera, los ritos van cambiando de forma, pero conservan su latido esencial: el deseo de hablar con lo que no se ve para cuidar lo que sí tocamos cada día.




